miércoles, 30 de diciembre de 2009

PORQUE ENSEÑAR HISTORIA


¿Para qué enseñar historia?
Por: Josep Fontana
Profesor de la Universidad Pompeu Fabra, Barcelona

Los Organizadores agradecen la deferencia del autor.
Especial para el Taller Pre-congreso
Para la Transformación de la Enseñanza de la Historia y las Ciencias Sociales

XIV CONGRESO DE HISTORIA DE COLOMBIA
Tunja, Agosto 11-16 de 2008


Vivimos en momentos en que el trabajo del historiador –y déjenme que comience aclarando que con esta denominación de oficio me refiero tanto a quienes investigan como a los que enseñan- parece haber perdido prestigio y recibe una atención marginal, no porque la función de la historia se considere sin importancia, sino porque los debates acerca de temas del pasado que llegan a alcanzar un interés general se desarrollan en el campo de lo que se suele llamar el uso público de la historia, eso que un historiador italiano ha definido como “todo lo que no entra directamente en la historia profesional, pero constituye la memoria pública (...); todo lo que crea el discurso histórico difuso, la visión de la historia, consciente o inconsciente, que es propia de todos los ciudadanos. Algo en que los historiadores desempeñan un papel, pero que es gestionado substancialmente por otros protagonistas políticos y por los medios de comunicación de masas"
[1]. En este terreno sólo cuentan aquellos que cumplen con la función de legitimar los usos políticamente correctos, mientras que el papel de quienes enseñamos se supone que debe reducirse a poco más que a transmitir mecánicamente los contenidos que se han fijado desde arriba.
Los gobiernos han sido siempre conscientes de la importancia de ese uso público de la historia. En un pasado más lejano, nombrando cronistas oficiales (Luis XIV de Francia tenía en nómina hasta diecinueve historiadores) o controlando la forma en que se recordaban los acontecimientos: Napoleón se encargaba incluso de fijar los detalles de los cuadros que reproducían sus victorias.
Esta preocupación aumentó considerablemente, y tomó un nuevo sentido en el siglo XIX, con la formación de los estados-nación modernos. Los gobiernos decidieron vigilar estrechamente los contenidos que se transmitían en la enseñanza, porque eso de la historia, como dijeron en su momento tanto la señora Thatcher como Nikita Jruschov, que al menos en esto coincidían, era demasiado importante como para dejarlo sin vigilancia en manos de quienes se dedican a la enseñanza. La historia que los gobiernos imponían debía cumplir la doble función de legitimar cada estado-nación, construyendo una visión que solía pasar por alto las crisis y las disidencias que se hubiesen producido en su evolución, y de asentar la aceptación de los valores establecidos, transmitiendo una determinada concepción del orden social. Como dijo Paul Nizan, el estado laico quiso hacer del maestro el reemplazante del sacerdote, tratando de que tuviese en la sociedad burguesa “la función que el cura había cumplido en beneficio del régimen feudal y de la monarquía”
[2].
La tarea de la escuela se complementa con la pedagogía de las conmemoraciones, que no sólo se refleja en las fiestas y las celebraciones, sino en la forma en que se marca la geografía de las ciudades con denominaciones y monumentos que recuerdan la historia oficial: casos como el de la plaza de Trafalgar, en Londres, o como la secuencia de los recuerdos de batallas en la geografía urbana de París contribuyen a imponer una determinada lectura del pasado.
El control de la clase de historia que debe enseñarse en el sistema educativo es algo que está plenamente vigente. En Gran Bretaña la señora Thatcher hizo grandes esfuerzos por imponer una historia patriótica, de carácter estrictamente político -en el sentido de referirse sobre todo a las actuaciones de los dirigentes- que evitase cualquier referencia social. Como ella misma dijo en la Cámara de los Comunes: “En lugar de enseñar generalidades y grandes temas, ¿por qué no volvemos a los buenos tiempos de antaño en que se aprendían de memoria los nombres de los reyes y las reinas de Inglaterra, las batallas, los hechos y todos los gloriosos acontecimientos de nuestro pasado?”
[3].
En Francia se ha llegado al extremo de que se publiquen leyes que fijan los contenidos acerca de una serie de cuestiones históricas, con lo que convierten en delictivo apartarse de la ortodoxia establecida: en 1990 fue la ley sobre el holocausto, en 2001 otras dos sobre el genocidio armenio y sobre la trata negrera y en 2005 una acerca de que se reconozca un papel positivo a la colonización francesa. Todo lo cual culminó con la propuesta de Sarkozy de crear un ministerio que tuviera entre sus objetivos la “identidad nacional”
[4].
En otros casos no hace falta siquiera la actuación del estado, sino que los mismos efectos se consiguen con la presión social. James W. Loewen explica en Las mentiras que me contó mi maestro cómo los libros de texto norteamericanos actuales manipulan lo que se refiere a la guerra de Vietnam y nos dice que los profesores temen meterse en controversias en estas cuestiones para no ser despedidos. Son allí los propios padres los que ejercen la vigilancia intelectual sobre la escuela: los que exigen que no se enseñe a sus hijos el evolucionismo, y cuidan de que en lo referente a la historia se apliquen criterios de “puro americanismo”, de “mi país, con razón o sin ella”.
Loewen añade: “He entrevistado a diversos profesores de enseñanza secundaria y a bibliotecarios que han sido despedidos, o han recibido amenazas de despido, por actos menores de independencia como los de proporcionar a los alumnos materiales que algunos padres consideran discutibles”. Lo cual, sabiendo que nadie va a acudir a defenderles, les empuja a “la seguridad de la autocensura”
[5].
¿Por qué este miedo a lo que pueda aprenderse en la escuela acerca de temas como la guerra de Vietnam? No es tanto porque se puedan difundir contenidos antipatrióticos, lo cual no es previsible, como por el riesgo de que se deje a los alumnos que piensen por su cuenta. Si lo hicieran, en el supuesto de que tuviesen un profesor que no se dedicase a imbuirles las verdades políticamente correctas, podrían descubrir que esta guerra, que acabó en 1975, la ganaron los malos, aquellos orientales siniestros contra quienes combatían heroicamente los “rambos” de las películas, y que entonces se pudo ver que no ocurría ninguno de los desastres con los que se había justificado la propia guerra: no hubo la temida operación dominó -ningún otro país “cayó” bajo un régimen comunista, como se había profetizado-, y no sólo no se produjo un retroceso de la civilización, sino que el nuevo Vietnam unificado ha avanzado desde entonces por un camino de prosperidad. La reflexión lógica a que los alumnos podrían llegar sería la de que aquella guerra que les costó a los norteamericanos 58.000 muertos y 300.000 heridos (y una pérdidas inmensamente mayores a los vietnamitas) y que tuvo para los Estados Unidos un costo directo de 140.000 millones de dólares, con lo que, según dice la Guía para el estudio de la guerra de Vietnam de la Universidad de Columbia
[6], “absorbió recursos que se necesitaban para los servicios sociales en los Estados Unidos”, había sido un error estúpido de los dirigentes de su país, engendrado por la ignorancia y por el miedo. Está claro que no se puede tolerar que los alumnos que estudian historia descubran, pensando por su cuenta, estas cosas; de otro modo no se les podría engañar de nuevo para llevarlos a Irak o a Afganistán.
El papel de quien enseña es fundamental en este proceso. En The Economist –una revista que me gusta citar con el fin de combatir las posiciones de la derecha con argumentos que proceden de la propia derecha- apareció hace unos años un editorial donde se sostenía que una serie de estudios demostraban que el empleo en masa de las computadoras en la escuela, que ha costado miles de millones de dólares, no ha cumplido las esperanzas de mejora de la enseñanza que suscitó inicialmente. Y que se había llegado a la conclusión de que los progresos se consiguen sobre todo con “un buen profesor, preparado para acomodar la lección a las variadas capacidades de una clase”. Una investigación realizada en Israel, añadía, demostró que la mejor manera de gastar dinero productivamente en el sistema escolar consiste en reducir las dimensiones de las clases y mejorar la preparación de los que enseñan. Pero, concluía The Economist, “¿qué político desea una propuesta pasada de moda como ésta?”
[7].
No la desea, seguramente, pero no porque sea pasada de moda, sino porque sabe cuán difícil puede llegar a ser controlar desde arriba al colectivo entero de los que enseñan, si se les otorga protagonismo en el sistema educativo; las computadoras, en cambio, son menos problemáticas.

Para aclarar estas cuestiones conviene tal vez que reflexionemos por unos momentos acerca de la naturaleza y de la función la memoria, que es el territorio en que nos corresponde ejercitar nuestro trabajo. La memoria personal es el componente fundamental de nuestra identidad como individuos, aquello que nos hace ser nosotros mismos y no otros. Lo mismo sucede, en otra escala, con esa memoria colectiva que es, o que pretende llegar a ser, la historia, cuya función es expresar la identidad de un grupo. Sólo que el problema es aquí más complejo, porque esta memoria social debería reflejar una pluralidad de experiencias, debería ser capaz de escuchar y armonizar las diversas voces de quienes integran este grupo.
Puesto que la memoria no es un mero reflejo de la realidad. Contra la idea común, nuestros recuerdos no son restos de una imagen que conservamos en el cerebro, sino una cons­trucción que hacemos a partir de fragmentos de conocimiento muy diversos, que ya eran, en su origen, interpretacio­nes de la realidad y que, al volverlos a reunir, reinter­pretamos a la luz de nuevos puntos de vista. La simple producción de un recuerdo puntual es un acto intelectual muy complejo
[8].
Un gran neurobiólogo, el premio Nobel Gerald Edelman, nos dice que una de las funciones esenciales de la memoria es la de permitirnos hacer una especie de reordenación constructiva de nuestros recuerdos cada vez que nos enfrentamos a una experiencia nueva. Esta reelaboración no es una simple reproducción de una secuencia anterior de acontecimientos, sino una estrategia para evaluar las situacioens nuevas a que hemos de enfrentarnos, construyendo con los elementos que conservamos en la memoria, fruto de nuestras experiencias anteriores, un escenario al cual puedan integrarse los hechos nuevos que se nos presentan, para elaborar lo que Edelman llama “presentes recordados”. Esta interacción de nuestra memoria y de las percepciones que recibimos del exterior es precisamente lo que da nacimiento a la conciencia
[9].
Lo mismo debería poder decirse de esta memoria colectiva que es, o que aspira a ser, la historia. Hay unanimidad en admitir que una de sus funciones es la de expresar la identidad de un grupo. Lo decía un historiador norteamericano recientemente desaparecido, Arthur Schlessinger jr.: “La historia es a la nación como la memoria al individuo. Del mismo modo que una persona privada de memoria vaga desorientada y perdida, sin saber de dónde viene o hacia dónde va, una nación a la que se niega una concepción de su pasado será impotente para enfrentarse a su presente y a su futuro”.
El problema es que solemos quedarnos en este nivel elemental de la historia como signo de identidad colectiva, sin ni siquiera plantearnos las complejidades que encierra en este caso la definición de una memoria social que debería reflejar, para ser válida, una pluralidad de experiencias: que debería ser capaz de escuchar y armonizar las diversas voces del grupo que aspira a representar (no sólo a los reyes y a los ministros, como quería la señora Thatcher).
Pero lo que es más grave es que ni siquiera solemos plantearnos que el valor fundamental de la memoria colectiva, como de la individual, debería ser el de proporcionarnos una herramienta de análisis de la realidad que nos rodea con el fin de ayudarnos a construir “presentes recordados” con los que podamos enfrentarnos a los problemas nuevos que se nos presentan. Se trata de aquello que mi maestro Pierre Vilar llamaba “pensar históricamente”. Y que no quería decir mantenerse permanentemente aferrados al pasado, sino, por el contrario, usar lo aprendido en él para tratar de entender mejor el mundo en que vivimos.
Entendida así la historia, nuestra función al contribuir a crear memoria histórica en nuestros alumnos no debe ser la de establecer unas verdades sobre el pasado para inculcarlas a quienes enseñamos, sino la de alimentar sus mentes, no sólo con elementos de conocimiento histórico para que puedan operar con ellos, sino con un sentido crítico que les lleve a entender que son ellos quienes deban utilizar este aprendizaje para juzgar, con la experiencia adquirida, con los “presentes recordados” que elaboren, el paisaje social que les rodea, sin aceptar que se les diga que es el producto de una evolución lógica, natural e inevitable. Nuestros alumnos deben aprender a asimilar las noticias que les llegan cada día por los medios de comunicación con un espíritu crítico, en lugar de aceptarlas sin discusión, porque con mucha frecuencia lo que parece un relato objetivo de acontecimientos viene envuelto en todo un ensamblaje de tópicos y prejuicios interesados. Una enseñanza adecuada de la historia debe servir, ante todo, para que aprendan a mirar con otros ojos su entorno social; para que aprendan, como decía mi maestro Pierre Vilar, a “pensar históricamente”, puesto que todos los datos sociales que puedan ser objeto de reflexión, incluyendo los que contiene el periódico de hoy, son ya pasado y, por ello mismo, objeto potencial de análisis histórico.
Hce muy poco recibí un mensaje de un viejo alumno mío que me contaba que su vida le había llevado lejos del terreno de la investigación o de la enseñanza de la historia, puesto que había acabado trabajando en el servicio de extinción de incendios en los bosques. Pero añadía: “Nunca me he arrepentido de haber estudiado historia, porque lo que aprendí entonces me ha permitido ver las cosas con más claridad en estos años tan turbios. Muchas veces, mientras hacía sindicalismo o participaba en movimientos sociales, he recordado lo que había aprendido en la facultad y he comprobado hasta qué punto me resultaba útil”.
Quisiera decirles que en este momento me sentí más orgulloso de mi oficio, que cuando he recibido premios o distinciones públicos por mi trabajo como investigador. Lo más importante que puedo haber realizado en mi vida es enseñar a algunos de los que pasaron por mis clases a orientarse en medio de la sociedad en que viven y a pensar por su cuenta. Porque en realidad, como ha dicho Claudio Magris, “La memoria mira hacia adelante, y si lleva consigo el pasado, es para salvarlo, tal como se hace cuando se recogen los heridos y los caídos que han quedado atrás, para llevarlos a aquella patria, a aquella casa natal que todos creen (…) en su nostalgia ver en su infancia y que se encuentra en realidad en el futuro, al fin del viaje”
[10].

Para realizar el tipo de trabajo que les propongo el profesor de historia tiene dos privilegios. El primero, que es el único que se ocupa de todas las dimensiones del ser humano, desde sus necesidades vitales y sus trabajos, hasta sus aspiraciones y sus sueños. El segundo, que la historia es la única disciplina de cuantas se dan en las educaciones primaria y secundaria –esto es, en la educación que puede recibir un mayor número de alumnos- que tiene la capacidad de crear una conciencia crítica respecto del entorno social en que vive, lo cual puede convertirla en una herramienta eficaz de educación cívica. Recuerdo aquella afirmación de Voltaire de que, una vez que los hombres han aprendido a pensar por su cuenta, no se les puede ya seguir tratando como a bueyes: una de las misiones esenciales de la enseñanza de la historia es precisamente la de abrir los ojos de los seres humanos para que no se les pueda seguir tratando como bueyes.

Quisiera dejar claro que no estoy proponiendo la fijación y enseñanza de un canon, sea de derechas o de izquierdas –no defendería más principio previo e indiscutible a cualquier enseñanza que el del respeto al derecho de todo ser humano a su vida, dignidad y libertad-, sino que pido que enseñemos una historia entendida sobre todo como método, como instrumento de comprensión de nuestro entorno, y por ello mismo, en perpetua transformación.
En el mismo artículo de Schlesinger que antes les he citado, que su autor tituló “Historia y estupidez nacional”, para aludir a la forma en que los norteamericanos estaban repitiendo en Irak los errores de Vietnam, se dice: “Las concepciones del pasado están muy lejos de ser estables, puesto que se revisan constantemente de acuerdo con las urgencias del presente. La historia no es nunca un libro cerrado o un veredicto final. Está siempre en construcción. Conviene que los historiadores no abandonen la búsqueda del conocimiento, por complicada o llena de obstáculos que pueda ser, en nombre de los intereses de una ideología, una nación, una raza, un sexo o una causa. La gran fuerza de la historia en una sociedad libre es su capacidad de autocorrección”.
Ranahit Guha ha denunciado los vicios de una historiografía académica que parece tener como objeto central el de legitimar retrospectivamente las construcciones estatales del presente y la estructura del poder social de nuestro tiempo, o sea, el orden establecido. Una historiografía que escoge como objetos dignos de estudio, como “hechos históricos”, los que se refieren a la vida del estado y elige como protagonistas a sus dirigentes. Una historia de la que, por tanto, están ausentes los más, los que no son ni reyes, ni gobernantes ni personajes ilustres. Refiriéndose a los millones de campesinos indios desplazados de sus tierras por la construcción de pantanos y arrojados con ello a la pobreza, Arundhati Roy escribe: “Estos millones de desplazados han dejado de existir. Cuando se escriba la historia, no estarán en ella. Ni siquiera como estadísticas”
[11].
Guha nos ha propuesto, como alternativa, el ideal de construir un tipo de historia que permita escuchar, a la vez, las diversas voces que hay en la sociedad y no sólo las de los dirigentes. Que recoja las de unos grupos subalternos que hasta ahora han quedado al margen del relato central y, muy en especial, la voz de las mujeres
[12].
La historia tradicional, construida como una legitimación del presente, que se identifica con la inevitable culminación del progreso humano, nos ha llevado a minimizar las aportaciones de los pueblos no-europeos y a convertir la historia universal en un largo ascenso que culmina con el triunfo de la modernidad “occidental”, entendida como progreso, cuando este “ascenso de occidente” no es más que una incidencia, un breve período contingente de dos siglos que puede estar llegando a su final, abocado a una crisis sin salida. Considerarlo así, “reflexionar acerca de la naturaleza históricamente contingente del mundo en que vivimos, puede ayudarnos a escoger las opciones –y a poner en práctica las actuaciones- que pueden asegurar un futuro sostenible para toda la humanidad”
[13].
En nuestro propio mundo hemos olvidado, además, la importancia de la cultura de las clases populares, entendida como saber y no como folklore, y la racionalidad de unos proyectos alternativos que no triunfaron en su momento, pero que guardan una carga de aspiraciones que no deberíamos dejar que se olvidaran, porque contienen algo que puede seguir siendo valioso para el futuro. Era lo que sostenía Antonio Machado en los tiempos difíciles de la guerra civil española, cuando dijo que al examinar el pasado para ver qué llevaba dentro era fácil encontrar en él un cúmulo de esperanzas, ni conseguidas ni frustradas, esto es un futuro. Procurar que el silencio interesado del orden establecido no eche al olvido estas esperanzas es uno de los aspectos más estimulantes de nuestro trabajo.

Pienso que la historia que enseñemos debería estar orientada a reflexionar acerca de los problemas fundamentales de nuestro tiempo. Como, por poner un ejemplo, a buscar las causas de los dos grandes fracasos del siglo XX: de la barbarie que lo ha caracterizado, con el fin de evitar que se reproduzca en el futuro (y, por lo que estamos viendo, en este nuevo siglo las cosas van por el mismo camino) y, sobre todo, de la naturaleza de los mecanismos que han dado lugar a que, pese al innegable enriquecimiento global que han aportado los avances de la ciencia y de la tecnología, haya aumentado la desigualdad, desmintiendo las promesas de los proyectos de desarrollo global que se formularon después de la segunda guerra mundial.
Unos mecanismos creadores de desigualdad que siguen actuando hoy, porque una globalización que se nos quiere presentar como progresiva, tiene como consecuencia que sus operaciones incontroladas estén produciendo una redistribución de la riqueza en tres sentidos: de los pobres a los ricos en el interior de cada país, de los países pobres a los países ricos a escala mundial y del futuro al presente en las expectativas de todos nosotros.
Porque el problema no es sólo que existan desigualdad y pobreza, sino que vivimos en un sistema que lleva a que una y otra crezcan. Crecen en el interior de los propios países desarrollados, como se puede ver por el hecho de que los porcentajes de pobreza aumenten año a año en Estados Unidos: durante la presidencia de Bush junior el número de ciudadanos que viven por debajo del límite de la pobreza ha crecido en cerca de cinco millones y medio, de modo que son ya uno de cada ocho americanos
[14], súbditos de un país en que el servicio social que supera más claramente a los de otros países avanzados es la cárcel, puesto que tiene en la actualidad 726 presos por cada 100.000 habitantes, o sea una proporción cinco veces mayor que la de Gran Bretaña y 8 veces mayor que la de Francia.
Crece también la desigualdad de país a país: según las cifras publicadas en 2005 por la ONU 18 países, con un total de 460 millones de habitantes, habían empeorado sus niveles de desarrollo con respecto a 1990: doce de ellos están en el África subsahariana, como nos lo recuerdan día a día las pateras que transportan a las costas europeas a los náufragos de la globalización.
¿Qué puede hacer el historiador ante estos problemas? Explicar sus orígenes y su evolución, con el fin de ayudar a formar la conciencia colectiva, para enseñar desde la escuela a que cada uno mire a su alrededor, se entere del mundo en que vive, piense por sí mismo y escoja su propia respuesta a estas realidades. No estoy diciendo que sólo se deba enseñar la historia contemporánea más reciente, la que aparece en las noticias de la televisión, sino que nuestro estudio del pasado debe estar en lo posible orientado a arrojar luz sobre las cuestiones fundamentales que preocupan en estos momentos a la sociedad en que vivimos, ya sea buscando la viejas raíces de problemas actuales, ya mostrando posibilidades alternativas o poniendo de relieve el carácter contingente de mucho de lo que se nos suele presentar como fatalmente condicionado.
Déjenme que lo plantee con otras palabras del mismo artículo de Schlessinger que he citado: “Cuando aparecen nuevas urgencias en nuestro tiempo y en nuestra vida, el historiador vuelve su foco, examinando las sombras, sacando a primer plano cosas que siempre estuvieron allí, pero que los historiadores anteriores habían dejado al margen de la memoria colectiva. Nuevas voces surgen de la oscuridad histórica y piden nuestra atención”.
El papel de quienes enseñamos historia en esta tarea de ayudar a formar una conciencia crítica es mucho más importante de lo que habitualmente pensamos. Lo entendió en los días finales de su vida, cuando luchaba en la resistencia contra los nazis, Marc Bloch, que en momentos de tantas dificultades, que acabaron con su asesinato a manos de la Gestapo, reivindicaba la capacidad del historiador para ayudar a cambiar las cosas. Una conciencia colectiva, escribió, está formada por “una multitud de conciencias individuales que se influyen incesantemente entre sí”. Por ello, “formarse una idea clara de las necesidades sociales y esforzarse en difundirla significa introducir un grano de levadura en la mentalidad común; darse una oportunidad de modificarla un poco y, como consecuencia de ello, inclinar de algún modo el curso de los acontecimientos, que están regidos, en última instancia, por la psicología de los hombres”.
Pienso en una enseñanza de la historia que aspire no tanto a acumular conocimientos como a enseñar a pensar, a dudar, a conseguir que nuestros alumnos no acepten los hechos que contienen los libros de historia como si fuesen datos que hay que memorizar, certezas como las que se enseñan en el estudio de las matemáticas, sino como opiniones e interpretaciones que se pueden y se deben analizar y discutir. Para que se acostumbren a mantener una actitud parecida ante las supuestas certezas que querrán venderles día a día unos medios de comunicación domesticados y controlados. Como dijo Bloch, lo que hay que hacer es introducir un grano de conciencia en la mentalidad del estudiante. Esta es la gran tarea que pienso que podemos hacer los que enseñamos historia.
Tenemos una gran responsabilidad ante una sociedad a la que no sólo hemos de explicarle qué sucedió en el pasado, que en el fondo es la parte menos importante de nuestro trabajo, sino que hemos de enseñarle a no aceptar sin crítica nada de lo que se pretende legitimar a partir de este pasado, y a no dejarse manipular por quienes pretenden jugar con los sentimientos y los prejuicios colectivos para inducirles a no utilizar la razón.
En este tiempo supuestamente feliz en que se supone que la evolución de las sociedades humanas ha llegado a la perfección –recuerden ustedes lo que se decía hace poco acerca de que estábamos en el fin de la historia- resulta que vuelve a haber, como sucedió en 1968, una generación de jóvenes que no acepta de buen grado el mundo que van a heredar de nosotros y que se revuelven contra él. Lo malo es que estos nuevos rebeldes, como les sucedió a los de París en 1968, actúan movidos por un rechazo moral, y no tienen muy claro cómo se puede construir un sistema alternativo al que combaten. Necesitamos repensar el futuro entre todos para encontrar caminos hacia delante. Pero el futuro sólo se puede construir sobre la base de las experiencias humanas, esto es sobre el conocimiento del pasado, y aquí el papel de quienes trabajamos en el campo de la historia es indispensable. Aunque sólo sea para evitar que se siga intoxicando a la gente con una visión desesperanzadora que sostiene que todo intento de cambiar las reglas del juego social lleva necesariamente al desastre.
Quienes seguimos considerándonos de izquierda –lo que, para mí, significa fundamentalmente que creemos que hay muchas cosas que no están bien y que se pueden y se deben mejorar- pensamos que el estudio de la historia debería servir para ayudarnos a refundar la utopía, porque, como se ha dicho, “en un tiempo de resignación política y de cansancio el espíritu utópico es más necesario que nunca”
[15].
Lo decía también un gran historiador peruano, Alberto Flores Galindo, en un texto que escribió en los últimos días de su vida, cuando sabía que su muerte, en plena juventud, era inminente. Un texto que lleva el título de “Reencontremos la dimensión utópica” y que está fechado en diciembre de 1989: “Aunque muchos de mis amigos –dice- ya no piensen como antes, yo, por el contrario, pienso que todavía siguen vigentes los ideales que originaron el socialismo: la justicia, la libertad, los hombres. Las puertas al socialismo no están cerradas, pero se requiere pensar en otras vías. Un socialismo construido sobre otras bases, que recoja también los sueños, las esperanzas, los deseos de la gente”.
Una historia como la que reivindico no puede basarse en manuales que definan sus contenidos, porque estos los hemos de ir construyendo entre todos y habrá que renovarlos día a día desde la experiencia del trabajo y desde la necesidad de adaptarlos a una realidad cambiante. Lo que podría tener, a lo sumo, son textos que ayudasen a quien enseña a manejar los métodos con los que pueda armar su propio programa de trabajo. Debe ser una historia que no se haga desde el distanciamiento del archivo, sino en el interior de este mundo revuelto en que vivimos, como pedía mi amigo Moreno Fraginals, que quiso mantener estas ideas en su práctica de investigador y de docente, y consiguió con ello que lo excluyesen de la universidad cubana, porque los disidentes estorban en todas partes. Una historia que cumpla con la exigencia que formulaba Bloch de convertirse en “la voz que clama en la plaza pública” y que nos ayude, como pedía Flores Galindo, a recuperar la dimensión de la utopía, lo cual quiere decir, como dijo un poeta de mi tierra, a recuperar la convicción de que “todo está por hacer y todo es posible”. Esta es la clase de historia que necesitamos para el siglo XXI, la que puede conseguir que nuestro trabajo sea útil en términos sociales, aunque resulte políticamente incómodo. No será fácil construirla, pero merece la pena intentarlo.

Josep Fontana
Agosto de 2008.
[1] Gianpasquale Santomassimo, "Guerra e legitimazione storica", en Passato e presente,(Florencia) nº 54 (settembre-dicembre 2001), pp. 5-23 (citas de pp. 8-9)

[2] Paul Nizan, “El enemigo público número 1", en Por una nueva cultura, Méjico, Era, 1975, cita de p.98.
[3] Citado por Pilar Maestro, “El modelo de las historias generales y la enseñanza de la historia” en J.J. Carreras y C. Forcadell, eds., Usos públicos de la historia, Madrid, Marcial Pons, 2003, p. 219.
[4] René Rémond, Quand l’état se mêle de l’histoire, París, Stock, 2006.
[5] James W. Loewen, Lies my teacher told me, New York, Touchstone, 1996.

[6] David L. Anderson, The Columbia guide to the Vietnam war, New York, Columbia University Press, 2002, p. 78.
[7] “Screen it out”, en The Economist, 26 de octubre de 2002, p. 13.

[8] Daniel L. Schacter, Searching for memory. The brain, the mind, and the past, Nueva York, Basic Books, 1996; Alwyn Scott, Stairway to the mind, Nueva York, Copernicus, 1995, p. 78.
[9] Gerald M. Edelman y Giulio Tononi. El universo de la conciencia. Cómo la materia se convierte en imaginación, Barcelona, Crítica, 2002 y Gerald M. Edelman, Wider than the sky. A revolutionary view of consciousness, Londres, Penguin, 2005. De modo semejante, Gilles Fauconnier y Mark Turner en The way we think. Conceptual bending and the mind’s hidden complexities, Nueva York, Basic Books, 2002, señalan la importancia de “la construcción de lo irreal”, mediante el uso de escenarios contrafactuales.


[10] Claudio Magris, La storia non è finita. Eica, política, laicità, Milà, Garzanti, 2006, p.155.
[11] Arundhati Roy, The cost of living, Londres, Flamingo, 1999, pp. 22-23.
[12] Ranahit Guha, Las voces de la historia y otros estudios subalternos, Barcelona, Crítica, 2002 (la edición original: “The small voice of history”, en Subaltern studies, VI, Delhi, Oxford University Press, 1996, pp. 1-12).
[13] Robert B. Marks, The origins of the modern world. Fate and fortune in the rise of the West, Lanham, Rowman and Littlefield, 2007, p. 207.
[14] Erwin Laszlo, The chaos point. The world at the crossroads, Charkittesville, Va, Hampton Road Publ. CO., 2006, pp. xix-xxi; las cifras que doy proceden de Nomi Prins, periodista y antigua banquera de inversión, en “Las lecciones del Katrina”, en La Vanguardia, 18 septiembre 2005, “Dinero”, p. 4.
[15] Russell Jacoby, The end of utopia. Politics and culture in an age of apathy. New York, Basic Books, 1999, p. 181.

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